
Fundación Anepal no nació desde una gran organización, sino desde el amor, la convicción y la entrega personal. Soy Cristina Martí Roca, licenciada en Derecho, hija de José y de Amparo que me educaron con amor y bajo la protección de una familia tradicional, soy madre de tres niños, Max, Anju y Eduardito, me considero buena amiga de mis amigos y buena persona. Soy fundadora de este proyecto en el que he puesto mi alma, mis recursos y mi trabajo para que niños sin familia en Nepal pudieran crecer en un entorno seguro, lleno de oportunidades y esperanza.
Todo comenzó el día que adopté a mi hija Anju en un orfanato de Nepal. Era el año 2006. En aquel momento, descubrí una realidad que me desgarró el corazón: la ley nepalí prohibía expresamente la adopción de hermanos biológicos y de niños mayores de seis años. Eso significaba que muchos pequeños —al cumplir esa edad— quedaban sin ninguna posibilidad de tener una familia, muchos de ellos separados de sus hermanos, sin que nadie garantizara un futuro, ni les ofreciera un amor verdadero y constante.
Ese día entendí que, aunque adoptaba oficialmente a una hija, en mi corazón me estaba quedando también con todos los niños y niñas que vivían allí. No podía mirar hacia otro lado. No podía dejarlos atrás.
Así nació este proyecto: Una respuesta al regalo que vida me había dado y desde el amor más profundo y la convicción de que cada niño merece una oportunidad real.
En los inicios, no estuve sola. Durante un tiempo conté con el apoyo de personas con las que compartí ilusión y proyectos. Prefiero quedarme con los buenos recuerdos y lo positivo de aquella etapa. Sin embargo, con el tiempo llegaron momentos complicados: la separación de mi pareja llevo también a la separación emocional y organizativa de la fundación y con ello la pérdida de muchos sponsors, lo que golpeó profundamente la estabilidad del proyecto.
A ello se sumó una de las etapas más duras de mi vida: mi hija atravesaba una grave enfermedad y pasé muchísimo tiempo en hospitales. Recuerdo escribir a oscuras, en una habitación de hospital, las postales de Navidad para los padrinos, porque sentía que no podía fallar, que si me detenía o me abandonaba al dolor, el proyecto se perdería y los niños de Nepal se quedarían sin nada. Y como si las cosas no pudieran ir peor, de repente el mundo entero se detuvo con la llegada de la pandemia. Fueron días, semanas y meses en los que todo parecía demasiado grande, demasiado difícil.
Hubiera sido fácil rendirse. Pero no lo hice.
Porque detrás de cada esfuerzo había una promesa: la de no abandonar jamás a los niños que dependían de esta fundación. Y así fue como, incluso cuando perdí apoyos y el proyecto se tambaleaba, seguí adelante con el respaldo de algunos amigos y voluntarios que creyeron en mí y en este sueño.
Siempre me sentí más cómoda permaneciendo detrás de otro rostro que figuraba como la cara de la fundación, pero llegó un momento en el que entendí que no tenía opción: debía dar un paso al frente y mostrar la verdad. Yo era quien escribía, quien organizaba, quien sostenía silenciosamente cada promesa, quien cuidaba cada pequeño detalle y quien amaba este proyecto desde lo más profundo del corazón.
Hoy, pese a todas las adversidades, Fundación Anepal sigue viva, fuerte y con un propósito aún más firme. Ver a nuestros niños crecer, estudiar, reír y construir su futuro en un entorno digno es la mayor prueba de que el esfuerzo, el amor y la fe en los demás pueden transformar vidas.
Esta fundación es mi lucha, mi entrega, mi aprendizaje… pero, sobre todo, es la esperanza hecha hogar para muchos niños que ahora sí pueden soñar.
